miércoles, enero 25, 2017

El Supertanker y el merecido baño de humildad

Nos creímos el cuento.
Estúpidamente creímos el discurso de los “reyes del barrio” allá por mediados de los noventa, fruto del precio de nuestra mayor conquista nacionalizada: El Cobre.
Empezamos a mirar por debajo del hombro a los vecinos del  continente, porque en Chile habían 50 marcas de vehículos o celulares a granel o internet para casi todos a un bajo costo. Nos llenamos de televisores de última generación al mismo precio que en Miami y nos dimos el lujo de ser los xenófobos de la Pobla, tiñéndonos el pelo de un rucio oxigenado, ocultando esa raíz del sur de Chile profundo, esa de la pala y la bota en el barro. El mall fue el nuevo paseo del fin de semana y las farmacias dejaron de ser farmacias y en ellas podías encontrar hasta útiles escolares. El populacho chilensis hizo nata con frases como el “after office”; el “happy hour”, y de un plumazo nos llenamos de música medio centroamericana de la peor factura.  
Feizbuk  se llenó de fotos de hijos y sus nuevos dientes, porque podíamos llevarlos al dentista. Se multiplicaron las fotillos  de vacaciones en los lugares más recónditos, restaurantes encopetados y nuevos conceptos ridículos como el “restobar” que debían aparecer en nuestro perfil,  como para decirle al vecino mugriento. “El chileno, sí… puede”.
Nos plagamos de fiestas ajenas. Árboles con nieve en navidad. Que el baby chagüer, que el jelogüín y las máscaritas, inclusive algunos más contaminados, han empezado a celebrar “el Día de acción de gracias”, no sabiendo a quién agradecer un carajo. 
Nos creímos el cuento, bautizado con ese  apelativo rasca de “jaguares” o “Tigres de la Malasya”. No obstante, está más o menos claro que nunca nos dio más que para ser gatos. Pulguientos y deslavados en la madrugada de Agosto.
Ahora bien. El dueño de la pelota, el gordo rico del barrio, ha iniciado de la peor manera el 2017, con otra catástrofe mundial nivel superlativo: Los incendios forestales.
La delgada faja, con su también oscura industria forestal nacional que ha esterilizado el suelo chilensis con sus pinos ajenos y eucaliptus fruto del Decreto Ley 701 que data de la más cruda época del gorila allá por el año 74, arde. Arde hasta tal punto, que Chile central es una gran masa de humo y cenizas que nos golpean la cara como cachetadas imaginarias. Todos los voluntarios posibles están en terreno apagando el fuego del demonio que se consume los campos chilenos y sus casas. Todo acá es voluntariado. Bomberos y Brigadistas que apagan incendios por una remuneración que juega con el chiste. En modo chilensis, las tareas más nobles, siempre deben ser “voluntarias” y deben ampararse en colectas nacionales, rifas, completadas y todo ingenio posible que desligue al Estado de sus tareas más elementales.       
                El “jaguar” no ha podido controlar sus propios fuegos. Y ya no es Bolivia y el Mar. Ni Evo y su rock n’ roll permanente. Nos quemamos, señores. Y Nada puede hacer el último modelo de su hayfon, ni el led (inteligente), ni las zapatillas naik que son las mismas que se ocupan en Nueva York, ni el autito que viene con blutuzz. Ni inclusive el más moderno submarino de nuestra flota con sus marinos cochinos que viven en un celo permanente fotografiando y filmando a sus compañeras de abordaje. El nuevo rico del barrio se quema, ante la atónica mirada de nuestras autoridades que diseñan planes mágicos, en la más notable de las baticuevas denominada Onemi.
                Otra vez, como siempre, los esfuerzos del jaguar y sus gobernantes son tardíos y medio en penumbras. El fuego golpea al mentón de nuestras autoridades y otra vez asistimos al carnaval de la colecta para hacer frente a un demonio.    
                En la otra orilla, en ese mundo privado, en este país privatizado de desierto a mar, hay algunas luces que nos tratan de traer ese trago de humildad que dejamos en el último guazap que enviamos con copia al primer mundo: Se ofrece a Chile el avión Cisterna más grande del mundo, el supertanker gringo, fruto de una tendida de mano de una chilena  anónima casada con un mega magnate de bajo perfil de Gringolandia. El costo es de dos palos verdes, más el transporte, el combustible y los derechos a loza en Pudahuel, que la chiquilla y su marido costean y ofrecen para combatir el fuego satánico en Chile. La primera respuesta de las autoridades es un portazo: El avión no sirve. No llega. El Jaguar no necesita esta ayudita extranjera, ya que nuestros matapiojos y helicópteros que llevan un saquito con agua serán suficientes, más la pala en mano de los voluntarios, para destrozar el infierno en llamas.
                El niño rico del barrio, lleno de tatuajes, no acepta en primer lugar la ayuda y el incendio pasa a descontrolarse con más de 40 focos activos en el centro Sur de Chile. Siguen helicópteros y avionetas sobrevolando la miseria, sin una solución concreta.
Hasta que el jaguar de barro, en su rasquerío piojento y su chaquetería, cede y acepta este generoso aporte, que no es la solución, pero que puede sumar a dar una sonrisa a tantas familias que en medio del humo han querido enterrarse para siempre.
El jaguar, con su corazón de hayfón y led de 60 pulgadas, con sus joyas y carteras traídas del último tour por Europa, baja la cabeza, porque en 200 años de vida independiente, estamos cada vez más vacíos y llenos de chucherías comprados en un “todo a 500”, sin que seamos capaces de resolver nuestros más elementales problemas.
Hoy la soberbia no ha podido con el fuego. Mañana será contra cualquier cosa.
Sólo queda agradecer este esfuerzo privado absolutamente desinteresado y tratar de raptar este avioncito mágico.
El jaguar tiene sarna y siempre fue contagiosa, rasca y ordinaria.        

                 Ojalá el supertanker nos dé un merecido baño de humildad.