Nos creímos el cuento.
Estúpidamente creímos el discurso
de los “reyes del barrio” allá por mediados de los noventa, fruto del precio de
nuestra mayor conquista nacionalizada: El Cobre.
Empezamos a mirar por debajo del
hombro a los vecinos del continente,
porque en Chile habían 50 marcas de vehículos o celulares a granel o internet
para casi todos a un bajo costo. Nos llenamos de televisores de última
generación al mismo precio que en Miami y nos dimos el lujo de ser los
xenófobos de la Pobla, tiñéndonos el pelo de un rucio oxigenado, ocultando esa
raíz del sur de Chile profundo, esa de la pala y la bota en el barro. El mall
fue el nuevo paseo del fin de semana y las farmacias dejaron de ser farmacias y
en ellas podías encontrar hasta útiles escolares. El populacho chilensis hizo
nata con frases como el “after office”; el “happy hour”, y de un plumazo nos
llenamos de música medio centroamericana de la peor factura.
Feizbuk se llenó de fotos de hijos y sus nuevos
dientes, porque podíamos llevarlos al dentista. Se multiplicaron las
fotillos de vacaciones en los lugares
más recónditos, restaurantes encopetados y nuevos conceptos ridículos como el “restobar”
que debían aparecer en nuestro perfil, como para decirle al vecino mugriento. “El
chileno, sí… puede”.
Nos plagamos de fiestas ajenas.
Árboles con nieve en navidad. Que el baby chagüer, que el jelogüín y las
máscaritas, inclusive algunos más contaminados, han empezado a celebrar “el Día
de acción de gracias”, no sabiendo a quién agradecer un carajo.
Nos creímos el cuento, bautizado
con ese apelativo rasca de “jaguares” o “Tigres
de la Malasya”. No obstante, está más o menos claro que nunca nos dio más que
para ser gatos. Pulguientos y deslavados en la madrugada de Agosto.
Ahora bien. El dueño de la
pelota, el gordo rico del barrio, ha iniciado de la peor manera el 2017, con
otra catástrofe mundial nivel superlativo: Los incendios forestales.
La delgada faja, con su también
oscura industria forestal nacional que ha esterilizado el suelo chilensis con
sus pinos ajenos y eucaliptus fruto del Decreto Ley 701 que data de la más
cruda época del gorila allá por el año 74, arde. Arde hasta tal punto, que
Chile central es una gran masa de humo y cenizas que nos golpean la cara como
cachetadas imaginarias. Todos los voluntarios posibles están en terreno
apagando el fuego del demonio que se consume los campos chilenos y sus casas.
Todo acá es voluntariado. Bomberos y Brigadistas que apagan incendios por una
remuneración que juega con el chiste. En modo chilensis, las tareas más nobles,
siempre deben ser “voluntarias” y deben ampararse en colectas nacionales,
rifas, completadas y todo ingenio posible que desligue al Estado de sus tareas
más elementales.
El
“jaguar” no ha podido controlar sus propios fuegos. Y ya no es Bolivia y el Mar.
Ni Evo y su rock n’ roll permanente. Nos quemamos, señores. Y Nada puede hacer
el último modelo de su hayfon, ni el led (inteligente), ni las zapatillas naik
que son las mismas que se ocupan en Nueva York, ni el autito que viene con
blutuzz. Ni inclusive el más moderno submarino de nuestra flota con sus marinos
cochinos que viven en un celo permanente fotografiando y filmando a sus
compañeras de abordaje. El nuevo rico del barrio se quema, ante la atónica
mirada de nuestras autoridades que diseñan planes mágicos, en la más notable de
las baticuevas denominada Onemi.
Otra
vez, como siempre, los esfuerzos del jaguar y sus gobernantes son tardíos y
medio en penumbras. El fuego golpea al mentón de nuestras autoridades y otra
vez asistimos al carnaval de la colecta para hacer frente a un demonio.
En
la otra orilla, en ese mundo privado, en este país privatizado de desierto a
mar, hay algunas luces que nos tratan de traer ese trago de humildad que
dejamos en el último guazap que enviamos con copia al primer mundo: Se ofrece a
Chile el avión Cisterna más grande del mundo, el supertanker gringo, fruto de
una tendida de mano de una chilena anónima casada con un mega magnate de bajo
perfil de Gringolandia. El costo es de dos palos verdes, más el transporte, el
combustible y los derechos a loza en Pudahuel, que la chiquilla y su marido
costean y ofrecen para combatir el fuego satánico en Chile. La primera respuesta
de las autoridades es un portazo: El avión no sirve. No llega. El Jaguar no
necesita esta ayudita extranjera, ya que nuestros matapiojos y helicópteros que
llevan un saquito con agua serán suficientes, más la pala en mano de los
voluntarios, para destrozar el infierno en llamas.
El
niño rico del barrio, lleno de tatuajes, no acepta en primer lugar la ayuda y
el incendio pasa a descontrolarse con más de 40 focos activos en el centro Sur
de Chile. Siguen helicópteros y avionetas sobrevolando la miseria, sin una
solución concreta.
Hasta que el
jaguar de barro, en su rasquerío piojento y su chaquetería, cede y acepta este
generoso aporte, que no es la solución, pero que puede sumar a dar una sonrisa
a tantas familias que en medio del humo han querido enterrarse para siempre.
El jaguar, con
su corazón de hayfón y led de 60 pulgadas, con sus joyas y carteras traídas del
último tour por Europa, baja la cabeza, porque en 200 años de vida
independiente, estamos cada vez más vacíos y llenos de chucherías comprados en
un “todo a 500”, sin que seamos capaces de resolver nuestros más elementales
problemas.
Hoy la
soberbia no ha podido con el fuego. Mañana será contra cualquier cosa.
Sólo queda agradecer este esfuerzo privado absolutamente desinteresado y tratar de raptar este avioncito mágico.
El jaguar
tiene sarna y siempre fue contagiosa, rasca y ordinaria.
Ojalá el supertanker nos dé un merecido baño
de humildad.